Detrás de un largo muro:
"Sandro no era el simulador que lo hace con engaño, sino el que ríe de sí mismo", dice el autor, director de la Biblioteca Nacional y referente del Espacio Carta Abierta.
Por: Horacio González
SANDRO recordaba a un porteño cincuentón dispuesto a dar consejos en cafetines.
Quiso tener una vida privada y en Banfield levantó altos paredones. Toleró, quizás estimuló, un raro culto chistoso al erotismo en tiempo de senectud. La veta burlona con la que hacía todo, hizo disculpable su permanente vocación mimética. En los cines de barrio, en la época en que Roberto Sánchez era un muchachito, se destacaban en los "números vivos" quienes practicaban un arte juvenil de fiesta escolar: la fonomímica. Dicen que alguna vez, mientras Sandro ponía en marcha ese juego –la inversa del karaoke, y entre éste y la fonomímica transcurre la desolación en los barrios de todo el mundo–, se paró el tocadiscos. Debió seguir por sus propios medios y lo hizo bien.
Atenazado entre Elvis Presley y los Beatles, lo salvó Valentín Alsina. Descubrió su estilo cuando sobre la veta del simpático imitador agregó una gracia indudable, la del simulador. No la del que lo hace con engaño, sino la del que ríe de sí mismo. De este modo el simulador es quien le dice al mundo que la vida es triste y todos podemos ser actores imaginándonos tener otra vida. Sus seguidores creyeron que impartía lecciones amatorias sobre la vereda de su casa, pero en realidad era un maestro del anuncio de la ficción en el gran baile de la vida.
Bastaba escucharlo en ese arranque de "Trigal". La voz grave, la lengua enroscada sobre la última recámara del paladar, el regodeo seductor con una palabra del romanticismo popular. Esa palabra sostiene todo el tema y lo conduce a la zona inevitable del doble sentido. Sandro es el doble sentido permanente, "si ya es mío tu trigal", porque no podía parar con eso. Se percibía en su risa sarcástica, media sonrisa en ángulo ascendente, esperando que se extienda en un tajo subido por la mejilla la jocunda dimensión del implícito. Eran los boleros del burlador. Por eso fracasaba Miguel Angel Cherutti al imitarlo. Sandro era el dueño de su propia imitación.
Todo país es folletinesco en su pliegue moral último, irremediable. La televisión pasó abrumadores reportajes la noche de su muerte. Es impresionante volver a ver a Neustadt con su no tan olvidado estilo, Mirtha Legrand joven, Susana Giménez con otro rostro. La muerte de alguien vuelve a una segunda vida a todos los que lo han tratado. La irrealidad es una reconciliación de la televisión consigo misma. A la misma hora, un canal tenía La tregua y otro La caída. Eran los canales públicos. En las dos películas parecía actuar Sandro por encima de Alterio o de Bruno Ganz. Que hubiera otras películas era la manera con que la televisión demostraba que podía ser real dentro de su propia irrealidad.
Da la impresión de que la televisión espera la muerte de sus ídolos para recordar su propia historia y así podamos ver las películas del muerto que no vimos. Se dirá que toda muerte es así, lleva en primer lugar a pensar en el pasado de nuestras propias vidas. Pero hay ciertos casos en que además es esperada, con el aparato médico puesto también a prueba. La terminología científica de los doctores del Hospital Italiano daba cátedra de cuestiones pulmonares para una público infinito, interesado en traqueotomías y en traer estampitas en las puertas de los nosocomios. El país vio muchas veces estas escenas. No hay país sin estas vistas, pero no puede haber país si no se le aplica a los más vastos folletines la misma ironía que el muerto practicaba. Quizás quiso exorcizar su muerte, que es el secreto profundo de todo erotismo, aristocrático o popular, vulgar o refinado.
Cuando Roberto Sánchez hablaba de "Sandro", su marioneta sarcástica, se producía un sentimiento extraño. Hablaba una persona afligida que estaba obligado a representar a un gitano, pero ensayaba opiniones que parecían la de un burgués refugiado tras sus muros, resignado a tratar con los poderes médicos y a descubrir la última igualación entre los cuerpos de todos los mortales. Era su superioridad involuntaria frente a lo que nadie está obligado a decir y mucho menos en el mundo de los artistas masivamente populares. No tenía previsto un accidente al costado de la ruta, volviendo de madrugada de un recital, sino pulmotores y transfusiones. Detrás de Sandro, con su capacidad de contraste sorprendente, brota el muchacho reflexivo, picaresco, sin ofuscar en su espasmo ganador, hasta con un dejo de escepticismo.
Cantaba poseído. Pero se ofreció a sí mismo otro personaje, que recordaba a un porteño cincuentón dispuesto a dar consejos en cafetines de Buenos Aires. No podía dejar de preferir cierto tango excesivo, "Pasional", cantado por Alberto Morán, en cuya interpretación, apostura e intención de frase seguramente vio lo que a él no le salía: la absoluta imposibilidad de doble sentido por causa de la exaltación unívoca de esa letra sin fisuras.
Es así que también levantó una muralla entre dos vidas, la de "Sandro" y la de "Roberto", apenas comunicadas por el rastro suave de un pijama. Toda la televisión lo dijo, en la huella de lo que él mismo no se cansaba de afirmar: "yo fui inventando a Sandro". Pero lo fue llevando como una marioneta guignolesca hacia la sala de operaciones, renegando del cigarrillo como un viejo antitabaquista. Su polichinela procaz pronunciaba la palabra "geriátrico" en una muestra de humor autoconmiserativo.
Reinventó el pijama sedoso y la robe de chambre chistosamente obscena. Parecía lucirlas en público como en las películas norteamericanas de los años cuarenta, en gestos exhumados por un dúctil imitador. Pijamas manejados con sabiduría, lo que no excluía –por el contrario, reafirmaba–, una procacidad guasona. Nuevamente, triste. La escena del tubo de oxígeno sobre el escenario del Luna Park no se le hubiera ocurrido a ningún humorista patafísico. Eros y tánatos en una extraña combinación que si ya no asombra en los libros de texto, arrancaba rugidos en el Luna Park. ¿A quién se le ocurrió arrojar bombachas al escenario? La arrasadora vulgaridad del gesto no estaba exenta de ternura o piedad. Una línea interna alojada en todo lo que hacía asemejaba a una proclama: volver al escenario, bajo las luces, era convite íntimo y también tragicomedia de una intimidad imposible. Quizás esa fue la más fuerte de sus creaciones, un imposible cántico al amor burgués cuidado por cercados medievales de piedra.
Se desvivió para proteger su "vida privada". Al contrario, puso los mismos fetiches del amor privado bajo los reflectores. Maradona dijo en su sepelio que nadie pudo atravesar esas paredes de Banfield y el locutor de las noticias, a medianoche, reafirmó los dichos y aconsejó al Diez a tomar el ejemplo.
"No es tarde, Diego". ¿Pero no lo vimos alguna vez a Maradona tras paredones empinados? La industria del cine, la televisión, no capturaron a Sandro por completo, aunque su mentada autoprotección no podía sino fracasar con su muerte. Tenía la plástica del ser mimético, y con las ruinas de sus recuerdos rockeros, o de Presley, forjó una coreografía (mejor en sus presentaciones musicales que en sus frágiles filmes) en la que supo intercalar gestualidades suburbanas. El New York Times notició que había muerto el "Elvis argentino". La televisión argentina, de parabienes. Mucho menosprecio hay allí, pues Sandro todo lo imitó y a todo le puso algo que en otro lado no se puede imitar: la cachada que un clown acongojado se dirigía a sí mismo.
Las manifestaciones populares ya no tienen manera de ser dostoieskianas. Pero con lo suyo, siempre emocionan o inquietan. A condición de verlas como un misterio y no como una verificación. Ponen en jaque el resto de las creencias colectivas, las dejan dentro de un paréntesis ineluctable. Tan sólo en el Congreso de la Nación, frente al retrato de Blanes con la cabeza de Roca vendada como resultado de una piedra, y leyendo su discurso. Los mundos se juntan, hasta que el final pueda imperar uno solo, fusión perfecta de todas las corrientes emotivas de las ciudades anónimas. Con espumas perdidas de todos los credos de la humanidad hasta que no importe quién sea velado, sino cómo la cadena de imágenes va enhebrando sus congojas y misales.
"Sandro no era el simulador que lo hace con engaño, sino el que ríe de sí mismo", dice el autor, director de la Biblioteca Nacional y referente del Espacio Carta Abierta.
Por: Horacio González
SANDRO recordaba a un porteño cincuentón dispuesto a dar consejos en cafetines.
Quiso tener una vida privada y en Banfield levantó altos paredones. Toleró, quizás estimuló, un raro culto chistoso al erotismo en tiempo de senectud. La veta burlona con la que hacía todo, hizo disculpable su permanente vocación mimética. En los cines de barrio, en la época en que Roberto Sánchez era un muchachito, se destacaban en los "números vivos" quienes practicaban un arte juvenil de fiesta escolar: la fonomímica. Dicen que alguna vez, mientras Sandro ponía en marcha ese juego –la inversa del karaoke, y entre éste y la fonomímica transcurre la desolación en los barrios de todo el mundo–, se paró el tocadiscos. Debió seguir por sus propios medios y lo hizo bien.
Atenazado entre Elvis Presley y los Beatles, lo salvó Valentín Alsina. Descubrió su estilo cuando sobre la veta del simpático imitador agregó una gracia indudable, la del simulador. No la del que lo hace con engaño, sino la del que ríe de sí mismo. De este modo el simulador es quien le dice al mundo que la vida es triste y todos podemos ser actores imaginándonos tener otra vida. Sus seguidores creyeron que impartía lecciones amatorias sobre la vereda de su casa, pero en realidad era un maestro del anuncio de la ficción en el gran baile de la vida.
Bastaba escucharlo en ese arranque de "Trigal". La voz grave, la lengua enroscada sobre la última recámara del paladar, el regodeo seductor con una palabra del romanticismo popular. Esa palabra sostiene todo el tema y lo conduce a la zona inevitable del doble sentido. Sandro es el doble sentido permanente, "si ya es mío tu trigal", porque no podía parar con eso. Se percibía en su risa sarcástica, media sonrisa en ángulo ascendente, esperando que se extienda en un tajo subido por la mejilla la jocunda dimensión del implícito. Eran los boleros del burlador. Por eso fracasaba Miguel Angel Cherutti al imitarlo. Sandro era el dueño de su propia imitación.
Todo país es folletinesco en su pliegue moral último, irremediable. La televisión pasó abrumadores reportajes la noche de su muerte. Es impresionante volver a ver a Neustadt con su no tan olvidado estilo, Mirtha Legrand joven, Susana Giménez con otro rostro. La muerte de alguien vuelve a una segunda vida a todos los que lo han tratado. La irrealidad es una reconciliación de la televisión consigo misma. A la misma hora, un canal tenía La tregua y otro La caída. Eran los canales públicos. En las dos películas parecía actuar Sandro por encima de Alterio o de Bruno Ganz. Que hubiera otras películas era la manera con que la televisión demostraba que podía ser real dentro de su propia irrealidad.
Da la impresión de que la televisión espera la muerte de sus ídolos para recordar su propia historia y así podamos ver las películas del muerto que no vimos. Se dirá que toda muerte es así, lleva en primer lugar a pensar en el pasado de nuestras propias vidas. Pero hay ciertos casos en que además es esperada, con el aparato médico puesto también a prueba. La terminología científica de los doctores del Hospital Italiano daba cátedra de cuestiones pulmonares para una público infinito, interesado en traqueotomías y en traer estampitas en las puertas de los nosocomios. El país vio muchas veces estas escenas. No hay país sin estas vistas, pero no puede haber país si no se le aplica a los más vastos folletines la misma ironía que el muerto practicaba. Quizás quiso exorcizar su muerte, que es el secreto profundo de todo erotismo, aristocrático o popular, vulgar o refinado.
Cuando Roberto Sánchez hablaba de "Sandro", su marioneta sarcástica, se producía un sentimiento extraño. Hablaba una persona afligida que estaba obligado a representar a un gitano, pero ensayaba opiniones que parecían la de un burgués refugiado tras sus muros, resignado a tratar con los poderes médicos y a descubrir la última igualación entre los cuerpos de todos los mortales. Era su superioridad involuntaria frente a lo que nadie está obligado a decir y mucho menos en el mundo de los artistas masivamente populares. No tenía previsto un accidente al costado de la ruta, volviendo de madrugada de un recital, sino pulmotores y transfusiones. Detrás de Sandro, con su capacidad de contraste sorprendente, brota el muchacho reflexivo, picaresco, sin ofuscar en su espasmo ganador, hasta con un dejo de escepticismo.
Cantaba poseído. Pero se ofreció a sí mismo otro personaje, que recordaba a un porteño cincuentón dispuesto a dar consejos en cafetines de Buenos Aires. No podía dejar de preferir cierto tango excesivo, "Pasional", cantado por Alberto Morán, en cuya interpretación, apostura e intención de frase seguramente vio lo que a él no le salía: la absoluta imposibilidad de doble sentido por causa de la exaltación unívoca de esa letra sin fisuras.
Es así que también levantó una muralla entre dos vidas, la de "Sandro" y la de "Roberto", apenas comunicadas por el rastro suave de un pijama. Toda la televisión lo dijo, en la huella de lo que él mismo no se cansaba de afirmar: "yo fui inventando a Sandro". Pero lo fue llevando como una marioneta guignolesca hacia la sala de operaciones, renegando del cigarrillo como un viejo antitabaquista. Su polichinela procaz pronunciaba la palabra "geriátrico" en una muestra de humor autoconmiserativo.
Reinventó el pijama sedoso y la robe de chambre chistosamente obscena. Parecía lucirlas en público como en las películas norteamericanas de los años cuarenta, en gestos exhumados por un dúctil imitador. Pijamas manejados con sabiduría, lo que no excluía –por el contrario, reafirmaba–, una procacidad guasona. Nuevamente, triste. La escena del tubo de oxígeno sobre el escenario del Luna Park no se le hubiera ocurrido a ningún humorista patafísico. Eros y tánatos en una extraña combinación que si ya no asombra en los libros de texto, arrancaba rugidos en el Luna Park. ¿A quién se le ocurrió arrojar bombachas al escenario? La arrasadora vulgaridad del gesto no estaba exenta de ternura o piedad. Una línea interna alojada en todo lo que hacía asemejaba a una proclama: volver al escenario, bajo las luces, era convite íntimo y también tragicomedia de una intimidad imposible. Quizás esa fue la más fuerte de sus creaciones, un imposible cántico al amor burgués cuidado por cercados medievales de piedra.
Se desvivió para proteger su "vida privada". Al contrario, puso los mismos fetiches del amor privado bajo los reflectores. Maradona dijo en su sepelio que nadie pudo atravesar esas paredes de Banfield y el locutor de las noticias, a medianoche, reafirmó los dichos y aconsejó al Diez a tomar el ejemplo.
"No es tarde, Diego". ¿Pero no lo vimos alguna vez a Maradona tras paredones empinados? La industria del cine, la televisión, no capturaron a Sandro por completo, aunque su mentada autoprotección no podía sino fracasar con su muerte. Tenía la plástica del ser mimético, y con las ruinas de sus recuerdos rockeros, o de Presley, forjó una coreografía (mejor en sus presentaciones musicales que en sus frágiles filmes) en la que supo intercalar gestualidades suburbanas. El New York Times notició que había muerto el "Elvis argentino". La televisión argentina, de parabienes. Mucho menosprecio hay allí, pues Sandro todo lo imitó y a todo le puso algo que en otro lado no se puede imitar: la cachada que un clown acongojado se dirigía a sí mismo.
Las manifestaciones populares ya no tienen manera de ser dostoieskianas. Pero con lo suyo, siempre emocionan o inquietan. A condición de verlas como un misterio y no como una verificación. Ponen en jaque el resto de las creencias colectivas, las dejan dentro de un paréntesis ineluctable. Tan sólo en el Congreso de la Nación, frente al retrato de Blanes con la cabeza de Roca vendada como resultado de una piedra, y leyendo su discurso. Los mundos se juntan, hasta que el final pueda imperar uno solo, fusión perfecta de todas las corrientes emotivas de las ciudades anónimas. Con espumas perdidas de todos los credos de la humanidad hasta que no importe quién sea velado, sino cómo la cadena de imágenes va enhebrando sus congojas y misales.
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